Beben agua de mar.
Supo que no era la verdad y que todos la habían mentido. Que ya no quería saber nunca más nada de ellos. Su doble imaginario ya no le acompañaría porque tenía una configuración genética variable. Valdría más eximirlo de culpas y denegarle la existencia hasta el fin de los días.
Un trozo de plátano se le quedó atragantado en la garganta. Les dijo como pudo que no se volverían a ver, y que cambiaba de ciudad. Se iría lejos para comenzar solo, de nuevo, para saber que nadie podría entenderlo y que , por supuesto, ya no fantasearía con esa posibilidad. Comería, Dormiría. Gritaría. Y los destrozaría mentalmente con su evasión.
Acogió entre sus brazos al perrito que tenía en valor simbólico para él. Y decidió que su suerte dependería del cariño que este le ofreciese y le exigiese.
Como no podía ver el sol se encerró en su nuevo piso. Alejado de toda cara conocida, todo olor, toda tienda... Pasó horas sin hacer nada. Estuvo días coreando una triste melodía lejana que evocaba los felices días de la infancia. Consiguió moverse sin pelearse con el viento. Ese día le pareció perder ansiedad. Cogió la cadena de su perrito y lo sedujo para que saliera. Conversó con él y le dedicó sonrisas más allá del dolor. Hubo paz aquel día.
Conoció a una francesa cuya mirada no dejó de perseguirle claramente mucho tiempo. Reconoció el tacto de sus manos en el primer momento en que lo rozaron. Eran las manos de una señorita dedicada a la música. Y supo que tocaba el piano, y que sus dedos eran codiciados por miles de amantes de la música. Cuando se movían pulsando las teclas blancas y negras se sabían seguros y dueños de la situación; inspirada por los sentidos exaltados con cada nueva estación. Querían poseerlo y acariciaban su cuerpo. Él se abandonó a ellas porque le parecían hermosas y la sonrisa triste y distante de la señorita le resultaba conmovedora. No existió ninguna mentira entre ellos, también es cierto que no hubo una pasión incontrolable, aún así compartieron momentos intensos que más adelante le harían sonreír.
Cuando se quiso dar cuenta hacía tiempo que no sabía nada de ella. Así fue como, sin representar ningún altibajo importante en su vida, apareció y desapareció la señorita francesa.
Siguió solo en el piso, cuando llegó el invierno compró una manta. Era una manta roja y con más colores cálidos que le ofreció cobijo durante un tiempo. Mirarla lo hacía sentir feliz y cómodo. Parece que a su perrito le pasaba lo mismo, y los dos juntos se enroscaban en ella. Por la ventana miraban las calles grises y tristes, pero interesantes. A veces estaban muertas y otras los paseantes la llenaban de ruidos. Quiso bajar a pasear, y se dejaba llevar por un río de sensaciones cuando se encontraba allí. Había días en los que le entraba miedo, y se quedaba sentado y temblando sin hacer nada.
El perro aprendió a pasear solo, y así descubrió todos los rincones de la ciudad sin su amo.
Un día un olor exageradamente dulce atrajo al dueño hasta donde el perro estaba husmeando. Era una mujer voluptuosa y blanca. Sus carnes sobresalían por todos los lugares, pero de forma controlada. Era sorprendentemente sensual y ellos lo percibieron en seguida. El perro y el dueño la quisieron para ellos, y ya nunca más volverían a olvidarla. Su aroma les perseguiría hasta que el último copo de nieve dejase de caer y renacer.
Ambos supieron que querían algo más, y que sus corazones morirían sabiendo lo que era la materia gris revitalizada por descargas de energía incontrolables. Sus músculos caducos perderían por ella la fuerza como el invierno cede ante las falsas esperanzas de la primavera en las que todo el mundo cree. Conocieron un objetivo en común en ese momento. Y eso les uniría irrevocablemente.Por boca del panadero supo que la mujer vivía cerca de su casa y que volvería a verla. Esa noche soñaría con morir aplastado por una lluvia de mantas, de mantas de colores tristes, de invierno. Esta vez no podría huir.
Un trozo de plátano se le quedó atragantado en la garganta. Les dijo como pudo que no se volverían a ver, y que cambiaba de ciudad. Se iría lejos para comenzar solo, de nuevo, para saber que nadie podría entenderlo y que , por supuesto, ya no fantasearía con esa posibilidad. Comería, Dormiría. Gritaría. Y los destrozaría mentalmente con su evasión.
Acogió entre sus brazos al perrito que tenía en valor simbólico para él. Y decidió que su suerte dependería del cariño que este le ofreciese y le exigiese.
Como no podía ver el sol se encerró en su nuevo piso. Alejado de toda cara conocida, todo olor, toda tienda... Pasó horas sin hacer nada. Estuvo días coreando una triste melodía lejana que evocaba los felices días de la infancia. Consiguió moverse sin pelearse con el viento. Ese día le pareció perder ansiedad. Cogió la cadena de su perrito y lo sedujo para que saliera. Conversó con él y le dedicó sonrisas más allá del dolor. Hubo paz aquel día.
Conoció a una francesa cuya mirada no dejó de perseguirle claramente mucho tiempo. Reconoció el tacto de sus manos en el primer momento en que lo rozaron. Eran las manos de una señorita dedicada a la música. Y supo que tocaba el piano, y que sus dedos eran codiciados por miles de amantes de la música. Cuando se movían pulsando las teclas blancas y negras se sabían seguros y dueños de la situación; inspirada por los sentidos exaltados con cada nueva estación. Querían poseerlo y acariciaban su cuerpo. Él se abandonó a ellas porque le parecían hermosas y la sonrisa triste y distante de la señorita le resultaba conmovedora. No existió ninguna mentira entre ellos, también es cierto que no hubo una pasión incontrolable, aún así compartieron momentos intensos que más adelante le harían sonreír.
Cuando se quiso dar cuenta hacía tiempo que no sabía nada de ella. Así fue como, sin representar ningún altibajo importante en su vida, apareció y desapareció la señorita francesa.
Siguió solo en el piso, cuando llegó el invierno compró una manta. Era una manta roja y con más colores cálidos que le ofreció cobijo durante un tiempo. Mirarla lo hacía sentir feliz y cómodo. Parece que a su perrito le pasaba lo mismo, y los dos juntos se enroscaban en ella. Por la ventana miraban las calles grises y tristes, pero interesantes. A veces estaban muertas y otras los paseantes la llenaban de ruidos. Quiso bajar a pasear, y se dejaba llevar por un río de sensaciones cuando se encontraba allí. Había días en los que le entraba miedo, y se quedaba sentado y temblando sin hacer nada.
El perro aprendió a pasear solo, y así descubrió todos los rincones de la ciudad sin su amo.
Un día un olor exageradamente dulce atrajo al dueño hasta donde el perro estaba husmeando. Era una mujer voluptuosa y blanca. Sus carnes sobresalían por todos los lugares, pero de forma controlada. Era sorprendentemente sensual y ellos lo percibieron en seguida. El perro y el dueño la quisieron para ellos, y ya nunca más volverían a olvidarla. Su aroma les perseguiría hasta que el último copo de nieve dejase de caer y renacer.
Ambos supieron que querían algo más, y que sus corazones morirían sabiendo lo que era la materia gris revitalizada por descargas de energía incontrolables. Sus músculos caducos perderían por ella la fuerza como el invierno cede ante las falsas esperanzas de la primavera en las que todo el mundo cree. Conocieron un objetivo en común en ese momento. Y eso les uniría irrevocablemente.Por boca del panadero supo que la mujer vivía cerca de su casa y que volvería a verla. Esa noche soñaría con morir aplastado por una lluvia de mantas, de mantas de colores tristes, de invierno. Esta vez no podría huir.